Hablaba recientemente de los factores de éxito y de fracaso en la implementación de un programa de mejoras. La estrategia es uno de los fundamentales y el riesgo se encuentra en tres niveles: La ausencia de estrategia corporativa y/o de negocio clara y comunicada, la falta o deficiencia una estrategia operativa que defina y provea de herramientas adecuadas para la consecución de los objetivos de negocio y la desconexión o no alineación de ésta con los últimos.
El tercero de ellos es especialmente dañino y uno de los considerados principales del fracaso de las acciones de mejora. Es más peligroso porque falla en el momento mismo de la ejecución, cuanto más cerca está de los actores que han de llevar a cabo las acciones y donde se produce la aportación de valor al producto y servicio.
Aspectos fundamentales
El problema tiene al menos dos aspectos fundamentales:
- El proyecto de mejora ha de estar alineado con los objetivos estratégicos operativos, es decir, ha de responder a la pregunta ¿Para qué? La respuesta depende de la estrategia de cada negocio, pero generalmente tiene que ver con el coste, plazo, calidad, confiabilidad de la entrega y, cada vez más decisorios, flexibilidad e innovación. En la práctica, a pesar de las buenas intenciones de la dirección en convertirse en los mejores del mercado, el proveedor preferido o promover una gestión excelente, éstas no se traducen en términos específicos que permitan ejecutar acciones concretas, aún en el caso de que haya compromiso real de la dirección. Ello provoca que no hay claridad a la hora de determinar cuáles son los ámbitos de decisión y herramientas adecuadas para llevar a cabo la ejecución.
- Gran parte de la estrategia de operaciones como disciplina se ha enfocado en la selección de las mejores prácticas en industria. Muchas, por no decir la mayoría, se basan en otras desarrolladas hace décadas y han sufrido evolución y combinaciones que las hacen competir hoy por ver cuál es la más innovadora, novedosa y capaz de enganchar al mayor número de industrias apelando a la integración, eficiencia y eficacia en reducir costes y mejorar el servicio y el valor para el cliente. En esa pugna se cae en la tentación de tratar de conseguir resultados inmediatos utilizando una pobre planificación y ejecución, imitando casos de éxito en industrias a veces incluso muy distintas. Es decir, se utilizan atajos para ser el referente en el uso de la metodología más de moda, priorizando el «qué» frente al «para qué».
No sólo muchos estudios académicos lo han indicado durante años, sino que así lo atestiguan la experiencia real de clientes propios y cercanos. A pesar de haber realizado esfuerzos en la adopción de ciertas herramientas y metodologías, algunas probadas con éxito durante décadas y otras más novedosas, los objetivos estratégicos y de negocio no sufren una mejora notable. Esto no quiere decir que no se haya mejorado, porque cualquier cambio bien ejecutado contribuye a la mejora en mayor o menor medida, pero precisamente es imprescindible entender qué herramientas son las que mejor contribuyen a la consecución de objetivos.
Adecuar la herramienta a la estrategia
Todos estos efectos indeseables y que socavan la receptividad y participación en proyectos de mejora se puede evitar e incluso corregir con una correcta definición de la estrategia operativa. Ésta ha de dar forma a las capacidades operativas para que puedan contribuir a la estrategia de negocio y corporativa de modo que se alineen los recursos y las necesidades. Es decir, conocer y potenciar las capacidades internas para que influyan y estén en consonancia con las estrategias de negocio y adoptar los marcos, metodologías y herramientas más adecuados para poder lograr esos objetivos. Estos objetivos son exclusivos de cada sector y negocio, pero generalmente están relacionados con el coste o precio, el tiempo de entrega fiable y flexible, y un producto innovador y de calidad, que permita a la compañía posicionarse mejor frente a sus competidores y mejorar sus capacidades.